Recorrido

Resumen ejecutivo:
 
Plaza de la Constitución – Larios – Molina Lario – Cister – Alcazabilla – Plaza de la Merced – Granada – Uncibay – Plaza de la Constitución
 
Versión dramatizada:
 
Salieron de sus tumbas en el cementario de San Miguel, en el de San Gabriel -más conocido por la fría denominación social de su explotadora, Parcemasa-, en el de San Rafael, y en el de San Juan en El Palo. Los del cementerio de San Miguel lo tenían mucho más fácil, porque el camino era cuesta abajo, y aunque alguna rodilla cascó en la epopeya épica de bajar hasta el Molinillo -la carne putrefacta, ya se sabe, no está preparada para según qué pruebas de trekking urbano-, encontraron numerosos incautos en su recorrido, quienes -tras los mordiscos y arañazos de rigor- no tardaron en unirse a la comitiva de muertos vivientes que marchaba hacia el centro de Málaga. Los efectivos de la legión de resucitados de Parcemasa tenían por delante una caminata más intensa. Algunos optaron por jugársela en la autovía, provocando el caos entre los conductores, y ofreciendo una lección gratuita acerca de los daños que causa a un vehículo de motor que se desplaza a más de cien kilómetros por hora el impacto frontal contra un zombi, por muy escuchimizado que sea este último, y que -antes o después, a la primera colisión o a la tercera- las más de las veces resulta en el conductor y los ocupantes del vehículo sumándose a la marea putrefacta de cuerpos que enfilaba la avenida de Andalucía y se desparramaba por toda la ciudad. Otros, más afines al medio rural, prefirieron abrirse camino campo a través. ¡Qué escenas de pánico se vivieron al pasar por Los Asperones (en ambos bandos de la contienda)! ¡Cuántos cerebros en fase de formación -más o menos nutritivos- fueron degustados en el campus de Teatinos! ¡Qué bella y aterradora estampa, digna de postal conmemorativa, ofrecían los muertos reanimados desfilando ante la imponente mole del Cortijo Jurado! Y, al final, todos -los que marchaban desde la tumba, y las nuevas incorporaciones- caminito del centro histórico. Y hablando de historia, la memoria histórica más sangrante, y otros inquilinos posteriores, se alzaron desde el cementerio de San Rafael y, sorteando las obras del metro, también se desparramaron por la ciudad sacando a pasear el pánico y el terror por calle la Unión y el paseo de los Tilos, y desactivando cualquier intento de fuga -la realidad es que no había ningún sitio seguro al que escapar, pero eso, entonces, no lo sabía nadie- mediante la toma por la fuerza de la estación de autobuses y del centro comercial que albergaba la estación de tren. Aunque, sin duda, el recorrido más agradable -desde, lógicamente, parámetros humanos de agrado- fue el de los muertos del cementerio de San Juan en El Palo, porque avanzar hacia el apocalipsis zombi está muy bien y es muy divertido en todo caso, pero si, además, tiene uno la oportunidad de hacerlo dando un paseo por la orilla del mar, entonces ya resulta de categoría. Los afortunados -ahora sí, desde parámteros humanos de fortuna, al menos conceptualmente y en principio- que disfrutaban de un refrigerio en los chiringuitos de Pedregalejo sirvieron de condumio a la serpiente multicolor (y que nos perdonen los comentaristas de la vuelta ciclista a España y otras citas elementales del deporte de las dos ruedas a tracción humana por apropiarnos de su metáfora). En una ciudad tan internacional y cosmopolita como Málaga, hubo incluso quienes se alzaron de su descanso, no tan eterno como estaba previsto, en el cementerio de los ingleses, y tendrías que ver la que liaron por la Malagueta y en el tunel de la Plaza de la Merced. Torrijos y sus valientes compañeros, no obstante, se quedaron debajo del obelisco, porque la cosa no iba con ellos. Málaga (como París, como Madrid, Barcelona o, por poner, Estambul) era una fiesta; pero una fiesta macabra de muerte y resurrección violenta, un festival de la casquería y el horror que ni las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado eran capaces de contener, y que en cuestión de horas estaba llamado a alterar de forma definitiva e irremediable la vida sobre la faz de la tierra tal y como la conocíamos.
 
La situación, por tanto, te planteaba dos únicas opciones:
 
(a) quedarte atrincherado en tu casa, con la nevera bajo mínimos y una provisión razonable de latas de atún y agua embotellada, que en principio parece lo más lógico -no lo ponemos como primera opción por casualidad- y a lo que empuja el más elemental sentido de supervivencia, aunque -claro- tienes que tener en cuenta que la comida se te va a terminar en poco tiempo, y lo mismo el agua, y que -por tanto- lo más probable es que no aguantes mucho tiempo encerrado en la relativa seguridad del hogar, de forma que tengas que empezar a plantearte cómo ganarte las habichuelas (o las latas de conservas, que para el caso tanto montan), porque -al final, y en realidad- sin electricidad ni ningún otro tipo de suministro, tu casa no resulta tan acogedora, sin contar -porque no te habías dado cuenta hasta ahora- que empiezas a escuchar ruidos -gritos y gruñidos, más bien- en el piso colindante que te hacen sospechar que los García, esa familia tan ruidosa e inoportuna puede haberse transformado en algo mucho más ruidoso e inoportuno, por no decir en una seria y grave amenaza, que los tabiques de pladur ya se sabe que no son precisamente un ejemplo de resistencia; o bien
 
(b) dejarte llevar, bajar a la calle en zapatillas de andar por casa y bata y lanzarte al primer zombi que se te ponga a tiro para que te condecore con un buen mordisco de dientes astillados y encías supurantes y te transforme -cierto que tras unas dosis razonables de convulsiones, sudores fríos y espumarajos- en otra célula podrida más de ese pluri-organismo pestilente que está ganando la partida a la ciudad, lo que viene a ser poco más o menos como unirse a una marea de hinchas de fútbol que celebran la victoria de su equipo, o como la feria o el carnaval, solo que un poco más sangriento y descontrolado, es decir, una buena ocasión para conocer a gente en tu misma situación y con intereses comunes -la carne humana en general y las zonas blandas (intestinos, vísceras varias y cerebro) en particular- que comparte también tus criterios y principios en lo relativo a la organización político-social del estado -en esencia, todos contra todos, y sálvese quien pueda-, por no destacar las ventajas que tu nueva situación representará en términos de salud y bienestar, y que se concretan en la superación definitiva de dolores y preocupaciones, entre otros privilegios operativos del tema -a que negarlo- como la posibilidad de hincarle por fin el diente a ese/a vecino/a (según tus preferencias en la materia culinaria) que te hace tilín desde que llegó al bloque o la habilidad de gruñir amenazadoramente.
 
Habiendo elegido la opción (b) precedente -ya directamente, ya previo paso temporal y desafortunado por la opción (a)- pongamos que te plantas en la Plaza de la Constitución, auténtico punto neurálgico de la movida pandémica, con los demás muertos vivientes, algunos con un fuerte tufo a putrefacción (ya los olores como que te importan bastante poco) e, incluso, colonias de gusanos cómodamente apoltronadas entre sus resecas carnes, pulcramente ataviados con -girones de- la ropa que estaba de moda en el momento de su óbito -desde trajes con solapas imposibles hasta camisetas de acid house o Fido Dido-, y otros, más frescos ellos, con un cierto rubor todavía encendiendo sus mejillas, que contrasta vivamente con el rojo brillante de la sangre recién derramada, y vestidos con lo que fuera que llevaban cuando les pilló por banda el virus (más adelante profundizaremos en la naturaleza de la infección), arreglados pero informales, de etiqueta o casi en cueros vivos -tu cómoda sencillez hogareña de pantunflas y batín seguro que destaca-, todos, en fin, montando jaleo y persiguiendo a los pobres vivos que aún se arriesgan a poner el pie en la calle, el suelo de la plaza convertido en un barrillo pegajoso de fluidos corporales de diversa procedencia.
 
Y de ahí a Larios, paseo malagueño por antonomasia, tan atestado como un domingo a medio día, aunque sea de cuerpos frenéticos que se lanzan a la carrera y golpean de forma insistente los escaparates, embadurnados de rojo, como si en Casa Mira hubieran concectado una manguera para pringar al personal de helado de fresa y frutas del bosque, las elegantes farolas dobladas en profundas reverencias, los bancos de piedra patas arriba emulando a tortugas indefensas, entre miembros retorcidos y caras desencajadas en una juerga perpetua de la masticación y el desgarro que se extiende por tan noble calle, no hace tanto símbolo de la elegancia descuidada de la ciudad, por la que vas descendiendo empujado por tus camaradas redivivos, sin una dirección específica ni voluntad de rumbo, en una deriva atropellada que, cuando te quieres dar cuenta, te tiene entre los coches atascados entre la Plaza de la Marina y la Alameda, con gente aún atrapada dentro de los vehículos en un último gesto de resistencia aterrada, cuya simple visión, si no hubieras perdido ya a esas alturas tal capacidad, te haría sonreir con el recuerdo de las latas de comida -sólo en el caso de haber llegado hasta aquí previa opción (a)-.
 
En tu interior, mientras todo esto ocurre, un virus ha tomado el control de tu cuero y sus procesos básicos (hemos llegado ya a ese punto, sí), y no te creas que quedan muchos científicos en la comunidad internacional con ganas, medios o tiempo por delante para ponerse a investigar sobre la naturaleza de la infección y publicar artículos en revistas especializadas; no hay laboratorios realizando pruebas con ratoncitos blancos, ni directivos frotándose las manos con la avarician de la patente de una vacuna en ciernes, por lo que todo lo que podemos decir al respecto son meras conjeturas, basadas en la mera observación de la realidad y en la amplia tradición de películas de bajo presupuesto que conforma el corpus teórico doctrinal de la materia, las cuales presentan el asunto como, en efecto, una enfermedad de origen vírico altamente contagiosa, que produce la necropsia acelerada del tejido vivo y, en paralelo, dota de animación a las células muertas, conviertiendo al paciente -de cero a cien en cosa de pocos minutos- en un cadaver andante aquejado por un un hambre galopante, capaz de mantenerse en tal estado hasta que huesos y músculos se deshagan de pura descomposición, lo que, en función de la temperatura ambiente y otros factores exógenos, puede ir de varios años a un verdadero montón de años.
 
Pero debemos interrumpir nuestras divagaciones porque un helicóptero de la policía municipal acaba de estrellarse contra la fachada del hotel Málaga Palacio, lanzando una lengua de fuego que ha llegado a chamuscar perte de la vegetación del Paseo del Parque, por lo que tus ojos blancos y carentes de la más mínima expresión asisten al siempre fascinante espectáculo del flambeado de un nutrido grupo de tus camaradas zombis, quienes -ajenos a las llamas que acarician su apergaminada piel- se dirigen con paso firme hacia el boquete que los restos del helicóptero han abierto en la fachada del hotel, creando un acceso privilegiado para que el infierno de los muertos pueda entretenerse buscando supervivientes habitación por habitación, desde el lobby hasta la piscina que, según los afortunados que han tenido ocasión de asistir a algún sarao de postín de los que allí se organizan, corona ese incómodo edificio que impide la contemplación de la catedral desde el puerto, aunque igual no por mucho tiempo, porque entre el fuego del accidente y las antorchas móviles con forma de churrasco humano que van adentrándose en las fauces del hotel, es muy posible que la construcción acabe siendo pasto de las llamas en cuestión de horas.
 
El hambre, no obstante, te tiene reservado otro destino, y dejas atrás el resplandor ígneo para situarte a los pies de la catedral, en cuyo interior -esto es muy previsible, pero el ser humano funciona así, por suerte o por desgracia- se agolpan hombres, muejeres y niños que confían en la protección del suelo sagrado y la oración comunal, y si bien todo este tinglado suele, en ocasiones, presentar una clara componente sobrenatural, en este caso en concreto es más bien un rollo científico -hace un par de párrafos destacábamos el origen vírico de esta mandanga- por lo que sin que ello implique ningún posicionamiento sobre cuestiones trascendentales -ni, Dios nos libre, nos obligue a pronunciarnos sobre la existencia de la divinidad- lo cierto es que al final las puertas del templo terminaron por ceder a la furia ciega de los puños de los asaltantes, siendo fácil adivinar lo que sucedió a continuación, vista la trayectoria que lleva este relato, por lo que no nos detendremos a detallar cuanto allí aconteció, entre otras cosas, porque tu tampoco lo haces, y continúas tu periplo adentrándote en calle Císter -más de lo mismo: gritos, psicósis y mordiscos- hasta las faldas de la Alcazaba, que se rocorta amenazante ante un cielo (no podía ser de otra forma) de color rojo sangre.
 
No son ajenos a la literatura científica casos en los que fortalezas de la antigüedad han sido recuperadas como bastiones de la resistencia de los vivos frente a las hordas de muertos (en este sentido, vid. Guerra Mundial Z, de Max Brooks o, más recientemente, Los Caminantes: Hades Nebula, de Carlos Sisí), y puede que lo mismo haya ocurrido aquí en Málaga con los imponentes muros de la Alcazaba, así que, porque más vale prevenir que curar -especialmente cuando lo que sería menester curar resulta un disparo entre ceja y ceja- va a ser mejor que subas hacia el teatro romano y el cine Albeniz, tanto más cuando tu instinto subconsciente te está recordando que se trata de una zona rica en terracitas, con todo lo que ello conlleva (esto es: toldos, mesas, sillas y, por supuesto, gente que devorar), aunque la triste realidad es que cuando te plantas allí solo quedan astillas y restos humanos: era demasiado bonito para ser realidad, lo que te obliga a seguir pateándote el centro para buscarte el sustento, ¡y luego dicen que ser muerto viviente no es esforzado!
 
¡Vaya que si lo es! Sobre todo cuando el Ayuntamiento tiene cerrada a cal y canto la Plaza de la Merced con la escusa de una obra que parece interminable (aunque es de justicia reconocer que lo que habían terminado antes de la pandemia estaba muy bonito: ahora ya tiene bastante peor pinta), de forma que no te queda otra que meterte en el mogollón del callejón que comunica con calle Granada, en el que hay formado un tapón monumental entre los zombis que van hacia la zona del Albeniz (probablemente animados también por el recuerdo y la promesa de carne fresca de las terracitas, pobres ilusos) y los que, como tu, parten hacia padros más verdes (o rojos, se entiende), pero ¡ay que contrariedad! en medio del mogollón, entre unos que tiran para un lado y otros que empujan hacia el opuesto pasó lo que tenía que pasar, y cuando por fin emerges de la marea de cuerpos vas en pelota picada: tu bata y tus zapatillas han sido fagocitadas por la vorágine de cuerpos, así que a partir de este punto tu deambular por la ciudad será con las vergüenzas por delante, no es que te importe mucho -de hecho, ni te has dado cuenta, consumido, como estás, por el éxtasis del hambre- pero la verdad es que no es plan pasarse la eternidad, o, cuanto menos, un buen montón de años, vagando como tu madre te trajo al mundo, quizás deberían haber sido un poco más conservador al elegir tu atuendo, pero -claro- lo que querías era epatar a todo el mundo en la Plaza de la Constitución con tu modelito de confort y relejación y ni se te llegó a pasar por la cabeza la conveniencia, como precaución elemental, de por lo menos haberte puesto algo de ropa interior, si bien ya es tarde para lamentarse.
 
Además, la situación ha alcanzado unas cotas de descontrol tales que cuando ingresas en Uncibay nadie repara en tu desnudez, principalmente porque la plaza está tomada por una manada salvaje de zombis que no están para andar fijándose en los modelitos de los demás, salvo que esos demás tengan todavía un corazón palpitante y sangre en las venas, en cuyo caso la ropa importa solo en la medida en que se interpone entre el bocado contagioso y la tierna y nutritiva carne, de tal modo que no es lo mismo cerrar las fauces sobre cuero curtido -no digamos ya si encima va adornado con repujes metálicos- que sobre seda, lino o, por ejemplo, ahora que la dentera no plantea problema alguno, lana virgen, donde va a parar, así que sucede que Uncibay está también sumida en un frenesí brutal más o menos ajeno a los dictados de la moda, y está todo muy animado, pero ni muchos menos tiene el ambientillo que había en la Plaza de la Constitución, hacia la que te diriges para cerrar el circulo y, una vez allí, ya te plantearás si volver a empezar o, quien sabe, lo mismo tiras hacia el lecho seco del Guadalmedina a ver lo que se cuece por allí, pues aunque está empezando a anochecer y se ha levantado un viento gélido que castiga tus carnes amoratadas la verdad es que hace muy buen estar y tienes todo el tiempo del mundo por delante.
 

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