Vamos a prescindir por un momento de toda la pirotecnia de sexo y violencia que fluye a lo largo de “El Manantial”, y que emparentan a la obra con clásicos de la letra impresa en sangre y semen (a la referencia más obvia de “El Señor de las Moscas” se pueden añadir desde las no menos obvias peripecias del “entrañable” Patrick Bateman de “American Psycho” hasta los desvaríos eugenésicos de “Las Benévolas”, pasando por el sadismo homo de Dennis Cooper). Si conseguimos bucear en las inquietas aguas de la obra, apartando los miembros –genitales o no– amputados que flotan con la corriente, nos enfrentamos a la esencia del mal, y a una incómoda reflexión sobre su carácter congénito o adquirido, y es ahí donde radica el principal interés de la novela.
No sabemos cuál es el origen de la enfermedad que ha transformado a la población en cadáveres hambrientos –más allá de la referencia a un posible accidente en el que están involucrados bombarderos cargados de cabezas nucleares–, y esto nos genera la misma inquietud que ya pudimos disfrutar en “La Carretera” de Cormac McCarhy. Pero más inquietante que lo anterior es el hecho de que tampoco sabemos –ni nos atrevemos a imaginar– cuál es la fuente de la violencia física y psicológica de Abel y Verona, dos adolescentes criados en lo que más podría parecerse a una burbuja de protección dentro de un mundo completamente destruido. ¿Es uno de ellos intrínsecamente malvado y el otro se limita a aceptarlo y dejarse llevar? ¿Son las circunstancias extraordinarias que les impone la realidad las que han ido esculpiendo el carácter de los muchachos? ¿Existe la esperanza de un comportamiento humano, honesto y –en fin– bueno en alguno de ellos? La respuesta a estos interrogantes hay que buscarla en el devenir de la historia, y en las claves que Alejandro Castroguer ofrece al lector a lo largo de la misma: la relación con el padre ausente y el libro Malcovaldo de Italo Calvino, que ejerce de secreto manual de instrucciones del buen salvaje que se afana en buscar lo bello y lo bueno en una naturaleza mutada por la codicia consumista.
Dicho esto, sería injusto reducir “El Manantial” al indicado proceso reflexivo, pues los folleteos (las cosas por su nombre) y las torturas que jalonan la obra –y que, a veces, hacen difícil distinguir entre unos y otras– encajan a la perfección en una trama que avanza con la viscosidad e inevitabilidad con la que manan los fluidos corporales, y que atrapa al lector en su implacable devenir, trascendiendo géneros y convencionalismos.